La inesperada rebelión en el mundo árabe tomó a todos por sorpresa. Las satrapías del Magreb y Oriente Medio quedaron tan pasmadas como sus amos imperiales por la eclosión que se originó en un incidente relativamete marginal, más allá de lo terrible y doloroso que fue en el plano individual: la auto inmolación en la ciudad de Sidi Bouzid, Túnez, de Muhammad Al Bouazizi, un graduado universitario de veintiseis años que no encontraba trabajo y que decidió entregarse a las llamas porque la policía le impedía vender frutas y verduras en la calle. Su familia requería de su ayuda y Al Bouazizi, un joven pobre, no quiso convertirse en uno más en la larga fila de jóvenes desempleados de su patria, o emigrar por cualquier medio a Europa. El terrible sacrificio de su protesta fue la chispa que incendió la reseca pradera de una región conocida por la opulencia de sus oligarquías gobernantes y la secular miseria de las masas. O, para decirlo con las palabras siempre bellas de Eduardo Galeano, lo que encendió “la hermosa llamarada de libertad” que prendió fuego al mundo árabe y que tiene al imperialismo sobre ascuas, para seguir con metáforas ígneas tan apropiadas para los tiempos que corren.
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